El reloj marca unos minutos antes de las tres de la tarde. Hace un poco de frío en la capital de Colombia. Un hombre español pasa cerca de un puesto de ventas de “chucherías” ubicado en la cima del cerro de Monserrate. Desde allí, alguien le dice en un tono amable: “Siga su camino, está próximo a conocer más de nuestra historia. Si sigue caminando por allí, encontrará la iglesia, esa que hace milagros”.
Así es José, quien, entre venta y venta, logra ganarse la vida vendiendo dulces y contando historias a los visitantes del cerro. Por momentos, acepta que contar le permite creer que la fantasía todavía existe, aun cuando de niño, el ambiente en el que nació le hizo contemplar que vivir era una obligación que hubiera preferido no tener.
Le dicen “el flaco”, pero su nombre es José Garzón. Un hombre joven, alto y de apariencia relajada que tiene como propósito que la historia de Monserrate se conozca por medio de sus letras. Trabaja en el cerro desde hace ocho años, cuando el nacimiento de su hija lo sorprendió y tuvo que buscar la manera de responder por ella.
Lo que no sabía, era que arriba encontraría la ficción que necesitaba para cumplir su sueño de graduarse como estudiante de Ciencias Sociales y escribir un libro sobre historias apasionantes, sobre un lugar emblemático del que ahora no puede escapar.
A 10,340 pies de altura, más cerca del cielo, se encuentra construido, desde el siglo XVII y, en honor a “Nuestra Señora de Monserrate”, la basílica del Señor de Monserrate, un espacio de peregrinación religiosa desde la época colonial, que se constituye en un atractivo natural, religioso y gastronómico de Bogotá.
Con los años, el cerro se convirtió en la corona de una capital que, entre sus más apartados rincones y su frío característico, resguarda lugares y personas que han servido como televidentes de las más grandes historias.
Una montaña verde y boscosa que deja ver la recompensa que obtienen los más fieles, cuando ascienden los 1.605 escalones que los separan de la iglesia y de una imagen divina que hace milagros. Este cerro recibe cerca de 2,5 millones de turistas al año y hay más de 100 personas trabajando para su funcionamiento. Entre todos ellos está José el historiador, ese que ve las cosas de una manera diferente, las recopila y espera contarlas algún día.
Su familia, según él, es pequeña, tal vez no por número de integrantes, sino más bien por aquellos con los que aún tiene relación. Su mamá y su hija son el eje central de su vida, “mi mamá me dio la vida y mi hija las ganas de vivirla”, confiesa.
Intenta recordar los mínimos detalles de tu historia personal. Sin embargo, pese a esto, desde hace dos años vive solo, formalmente en el barrio Lucero Alto, en la localidad de Ciudad Bolívar. A veces, cuando las luces se apagan y las risas y gritos cesan, prefiere quedarse en su local de ventas, el mismo que tiene por el camino del sendero de Monserrate.
Ahí se siente como en su casa. Ponga unas colchonetas, las cuales arrumen unas sobre otras para separarse del piso frío. Acomoda una almohada y una lámpara con poca potencia que le permite adaptarse al lugar.
Esta inconsistencia en su vida le ha pasado cuenta de cobro más veces de las esperadas, “he intentó emprender, tener empresas, escuelas y mi propia carrera profesional, pero por diferentes razones se han quedado a mitad del camino”, dice. Su libro no está terminado, sus empresas tampoco y su vida sigue siendo un “veremos”, algo que ocurrirá pronto.
Tal vez, algún día la vida le podría sonreír con un golpe de suerte o sus adicciones le permitirán contemplar otras cosas más allá de la simple sobrevivencia. Él sabe que sus letras están resguardadas en hojas apiladas de su mesa de noche, esperando la inspiración del artista anónimo que divaga entre sus sueños y pesadillas.
“Siempre he pensado que me faltan manos”, dice. No refiriéndose a la metáfora popular, sino al primer golpe que recibió de la vida, pues debería tener un hermano gemelo, pero un problema entre sus padres y la violencia ejercida por su padre se lo arrebataron. “A lo mejor sea esa la parte que siempre me ha hecho falta”, expresa mientras fuma un cigarrillo y cierra su local de trabajo.
Su rutina no varía mucho, se levanta a las cuatro de la mañana para alistarse y emprender su camino, en bicicleta, hacia Monserrate. Al llegar guarda su transporte y camina durante cuarenta minutos cuesta arriba hasta llegar a su local.
Está encargado del último puesto que se ve antes de que la parte comercial del cerro termine. Allí vende todo tipo de dulces, café y licores que, según él, nos identifican como colombianos. Al hacerlo combina sus dos pasiones, la historia y las ventas, pues al ofrecer algo tan sencillo como un bocadillo puede contarte el origen de éste y su importancia para los colombianos.
Los libros son una parte importante de su vida, no tiene muchos, pero su memoria recuerda cada título que ha leído, en su mayoría de historia. En cada conversación saca datos interesantes que se asemejen al contexto en el que vive. Cuando trabaja, aprovecha cada espacio para recordar lo que aprendió estudiando Licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad Distrital, “enseñar es el verdadero arte”, concluye.
Ser diferente se volvió uno de sus principales objetivos de vida. Su papá le mostró exactamente cómo no debía ser. “Si me necesita, lo ayudo, pero sé que no le debo nada a nadie”, expresa pensando en el hombre que le dio la vida, pero que al mismo tiempo se la arrebató muchas veces.
Esto le ha costado, pues las adicciones también se las atribuye a esa relación tormentosa con su progenitor. La marihuana, las mujeres y el trago son su debilidad, tanto que él mismo se cataloga como “mundano”. No las puede dejar, lo ha intentado, pero al parecer encontró un antídoto efectivo que le recuerda lo que es estar sin querer desaparecer: su hija, una pequeña de siete años que le recuerda el porqué, a pesar de todo, debe seguir intentándolo.
“1,352 metros más cerca de la ficción”, es el título que planea ponerle a su libro, ese mismo que lo ha acompañado en su viaje final para concluir en su vida llena de metas inconclusas. Días, meses o hasta años puede durar el proceso de escribir las historias que un día lo impactaron o lo salvaron de sus propios errores. Eso sí, todavía piensa que su batalla final está también por escribirse.
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* Esta es una crónica de Deyry Vannesa Ruiz, estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.